Lo Smart está de moda. Es cool. Está en todos los discursos de ciudad. Sesiones, congresos, cursos de formación, jornadas… Podemos encontrar cientos de resultados si hacemos una búsqueda del concepto Smart y, sobre todo, si hablamos de “Smart City”.
Ideas como aquella de que el variable pero enorme x% de la población en x años se concentrará en las ciudades, se repite en todas las búsquedas. La necesidad de la eficiencia energética y la sostenibilidad de las ciudades, también. Y aparecen conceptos que todos acuñamos pero que realmente no tantos comprenden, como Big Data, Internet de las cosas –IoT–, la nube… acompañados de otros más tradicionales como “servicio”, “movilidad”, “georreferenciación”, multidispositivo. Todo ello referido a “datos”, a “información” que es posible convertir en “inteligencia” para la toma de decisiones, e incluso para generar automatismos recurrentes entre sistemas y “cosas”. Pero es, desde mi punto de vista, un discurso que es preciso aterrizar. Las áreas de responsabilidad de “lo público”, sus competencias, no han cambiado. Lo que ha cambiado tiene que ver más con las necesidades y demandas de la ciudadanía, cada vez más habituada a la tecnología –no olvidar la nueva cultura de los nativos digitales– y, fundamentalmente, con las posibilidades que las propias tecnologías ofrecen, impensables no hace demasiados años. Tras el concepto Smart, necesariamente tenemos que hablar de toma de decisiones, de gestión –pública incluso–, pero en realidad, en todo momento ponemos el foco en la tecnología y en los enormes avances que esta ha logrado y las posibilidades que tiene. La pregunta, sin embargo, no debe ser qué puede hacer la tecnología, sino qué puede hacer mi organización, “mi” Ayuntamiento, si se quiere, con la tecnología. O mejor, ¿qué puede hacer “mi” ciudad –ciudadanas y ciudadanos, empresas, comercios, emprendedoras, jubilados, parados, estudiantes, Administración…– con esa tecnología?